La arquitectura monstruosa de Dune

Dr. William Brinkman-Clark
Profesor de la Facultad de Arquitectura, UNAM

Uno de los momentos clave de Dune se da en el vasto desierto de Arrakis, bajo el sofocante calor de sus dos soles, cuando Paul Atreides monta un gusano de arena gigantesco, el más grande hasta ese entonces visto por la incrédula mirada de los Fremen. Stiglar, el más fanático de sus líderes, quien se la vive bien puesto con especia, recibe la hazaña olímpica con un gesto que mezcla reverencia y admiración, y murmura: “Lisan Al-Gaib”, que en la lengua de los Fremen significa “mesías”.

No quiero quitarle importancia al hecho de que Paul haya montado un gusano mastodóntico como si fuera torito mecánico en la Feria de San Marcos, pero que eso sea la señal de que Paul es el mesías no tiene mucho peso. Resulta que cualquier cosa que Paul haga, lo que sea, es señal de que él es el mesías. Da igual que derrote al mejor guerrero de los Harkonnen, o que cruce una calle en Puebla sin tropezarse con un separador vial, todo amerita que le llamen el “Lisan al Gaib”. Y es que, para Stiglar, existe una fuerza superior, más grande que las personas, los pueblos y que el desierto mismo, una fuerza absolutamente grande, que ha preordenado cada una de las acciones de Paul. En su papel de profeta de este gran proyecto, Stiglar se entiende solo como espectador de lo predestinado, y en tanto que no se cree un jugador activo en lo que pasa, no imagina ni la posibilidad de estar equivocado. No se puede razonar con un fundamentalista, y en su corazón, de eso trata Dune: de que hay tal cosa como creer demasiado.

En el caso de los Fremen, las acciones de Paul hacen que un sentimiento de religiosidad, que se forma alrededor del mito de la llegada de un mesías, se transforme en un fervor fanático, y que el respeto que le tenían a las fuerzas divinas de la Naturaleza se convierta en miedo. Una vez desatada y desenfrenada la creencia en una fuerza que ordena y guía el presente y el futuro, a los de Arrakis, cuales swifties en primeras filas del Eras Tour, no les queda de otra más que inclinarse y obedecer. Qué este desenlace de sucesos no parezca, a primera vista, como algo ridículo, no es menor: encontrarle un lugar creíble a la religión en el mundo de la ciencia ficción siempre ha sido una proposición difícil. En el caso de Dune no ayuda que en un universo donde los seres más aterradores tienen nombres como Feyd-Rautha, Vladimir Harkonnen o Beast Rabban, la sacerdotisa más importante de religión imperante –y madre del mesías– se llama “Lady Jessica” (es como si te dijeran que la madre de Jesucristo en realidad se llamaba Jessica de Nazaret). Sin embargo, Dennis Villeneuve logra que el poderío dinámico de la religión se sienta un factor que debe ser temido y respetado, aún dentro de un universo en el que los avances de la ciencia y la tecnología deberían haber hecho de la fe algo reservado sólo para quienes le siguen yendo al Cruz Azul. 

¿Cómo lo logra Villeneuve? De entre las varias decisiones estéticas que toma el director canadiense, una destaca en mi opinión, es que Villeneuve no sólo rechaza los lugares comunes de nuestra cultura, que suelen separar tajantemente los ámbitos de la religión y la ciencia, sino que también crea un lenguaje visual y sonoro en el cual la tecnología y sus objetos pueden llegar a tener dimensiones, y desplegar fuerzas, que parecen exceder los límites naturales impuestos por materia. En Dune, vemos objetos tecnológicos cuyo tamaño y potencia desbordan el ámbito de la razón, objetos técnicos que son, paradójicamente, casi religiosos. Con formas excesivas que aparecen como si hubieran sido moldeadas por fuerzas superiores a las de la mano del ser humano, Villenueve apuesta por una imagen de la tecnología que tenga una magnitud tal que se acerque naturalmente al poderío de la religiosidad, y el sentimiento que tenemos ante dichas imágenes es algo que podemos entender con más facilidad a través de un concepto que, ya desde el siglo XVII, Kant estaba explorando: el de lo monstruoso1.

Llamamos monstruoso, según Kant, a los objetos que son tan grandes que “aniquilan” su razón de ser, el fin por el cual existen. Cuando estamos ante un objeto monstruoso su tamaño impide que lo podamos concebir, y eso nos hace sentir inadecuados. Si bien Kant reservó el sentimiento puro sólo para nuestra experiencia de lo que él llamó la “naturaleza bruta”, no creo que sea una herejía demasiado grande el pensar en la posibilidad de otro tipo de monstruosidad, el de los productos del arte humano2. Pensemos, entonces, en una mesa de dimensiones tales que, cuando la viéramos, a nuestra imaginación le costara trabajo producir una idea completa de lo que es, y nos fuera casi imposible vernos sentados en ella para comer. Esa mesa, sería una mesa monstruosa. O mejor aún, imaginemos un Soriana tan grande que no pudiéramos ni concebir la posibilidad de hacer el super ahí; que su tamaño fuera tal que ni Julio Regalado pudiera entender que el edificio ante él fuera, en efecto, un supermercado. Ese Soriana sería un super monstruoso.

El mundo de Dune es así: monstruoso. El monumental palacio de Giedi Prime, hogar del Barón Harkonnen, y el gigantesco coliseo en el que Feyd-Rautha demuestra ser su heredero digno son monstruosos. También lo son el interminable palacio de Arrakis y el colosal templo de los Fremen. Todos estos edificios son monstruosos: estructuras que desbordan a su concepto, que por su escala hacen sentir inadecuada a nuestra imaginación al tratar de representarles. Y no es solo la arquitectura de Dune, sus objetos tecnológicos también muestran su monstruosidad. Las enormes naves desde las que descienden las Bene Gesserit o en las que ascienden los Sardaukar son monstruos de metal, como lo son las tremendas máquinas con las que se cosecha y se transporta la especie. ¿Y qué decir de los Guild Heighliners, esos contenedores tubulares desmesurados que vemos encima de Arrakis transportando naves y mercancías? Todos son monstruosos: objetos creados por el ser humano que, por su escala, destruyen en nuestro pensamiento el fin mismo para el cual fueron creados. 

Tanta monstruosidad no es en vano, tiene una función estética. Por un lado, aterriza la fuerza de lo divino, la hace visible y coherente en un futuro tecnológicamente avanzado; por el otro nos deja ver lo que pasa cuando la fuerza de la técnica se desborda a sí misma y la mano de la humanidad pierde control sobre ella. A lo largo de la trama, vemos cómo el ánimo que se tiene respecto a la profecía mesiánica pasa de un mero entusiasmo a una fascinación enajenada. Las fuerzas místicas del universo de Dune adquieren, hacia el final de la saga, un poderío por encima de cualquier cosa que la ciencia y la tecnología puedan oponerle. La religión, que en las ecuaciones racionales del Emperador y las Bene Gesserit era un factor temible, pero controlable, deviene en una fuerza aterradora, y su mesías se convierte un ser prepotente cuyo imperio somete a la humanidad. La escala de las máquinas y los edificios son la muestra de una técnica que ha perdido el dominio sobre sus propios productos y que ha cedido el control a fuerzas cuya dinámica escapa a la Razón. Que lo mismo sucediera en el control de los cuerpos y los ánimos era igual de inevitable que el Lisan Al-Gaib.

  1. Kant tocará el tema de lo monstruoso en el segundo libro de la primera parte de su Crítica de la facultad de juzgar, dedicada al estudio del concepto de lo sublime. Para Kant, “llamamos sublime a lo que es absolutamente grande”, a aquellos “en comparación con todo lo cual todo lo demás es pequeño”. La cualidad de sublime sólo puede encontrarse en objetos que están desprovistos de forma y en los que tratamos de representar la ilimitación (unbegrenzheit) en ellos o a causa de ellos. Con la categoría de lo sublime Kant trata de dar cuenta de lo que sucede cuando la relación entre la Razón y la Imaginación tratan de representar conceptos como lo “infinito” o la “prepotencia” de algunas fuerzas de la Naturaleza, como las de un terremoto o un huracán. Es interesante que en este libro Kant hable sobre las representaciones de Dios y la religión, y el tipo de sentimientos que le conciernen, como la sumisión, la admiración, en congraciamiento y la fragilidad humana, entre otros. Emmanuel Kant, Crítica de la facultad de juzgar (Monte Ávila: Caracas, 1991), pp. 161-164 y 175-177.
  2. Para Kant, el juicio estético de lo sublime no podría ser puro en “productos del arte donde un fin humano determina tanto la forma como la magnitud” sino sólo en “la naturaleza bruta meramente en cuanto contiene magnitud”. Cuando, en seguida, habla de lo monstruoso, como “un objeto cuando por su tamaño aniquila el fin que constituye a su concepto”, se tiende a pensar que sigue hablando de un objeto de naturaleza bruta. Pero creo que también cabe la posibilidad de pensar en lo monstruoso como un tipo de sublimidad adherente, formalmente similar a la belleza adherente expuesta anteriormente en la Crítica del juicio. Esta posibilidad también daría cuenta de por qué Kant decide discutir los casos de las pirámides y la catedral de San Pedro en su capítulo sobre lo sublime. E. Kant, Crítica del Juicio, pp. 166-167.
  3. Incluso los cuerpos intervenidos por la técnica, como el del Barón Harkonnen, devienen informes y casi ilimitados. José Luis Barrios sugiere que con su categoría de lo mostruoso, Kant intentaba inhibir el sentimiento de fascinación y el placer ante lo informe haciendo de estos cuerpos anti-naturales, aberraciones que por se exceso y desmesura, debían ser considerados errores o aberraciones de la Naturaleza. Cuando estamos ante tales cuerpos, lo que se “aniquila” es la finalidad de una Naturaleza “que, en sí misma, posee un orden o “razón suficiente” a partir de la cual se explica la perfección y la armonía del mundo.” El único sentimiento adecuado ante dicha aparición es, para Kant, el asco. José Luis Barrios, El cuerpo disuelto. Lo colosal y lo monstruoso (México: Uia, 2010), pp. 40-43.
  4. Para Kant, la diferencia entre la religión y el fanatismo es algo que podemos distinguir “internamente”. La religión inculca en el ánimo un “temor reverente” ante la sublimidad de Dios que se manifiesta en la fuerza o la magnitud de lo divino, tal y como se nos muestra en el poderío de la Naturaleza. Este temor reverente permite reconocer en los efectos del poderío de la naturaleza no un arrebato de ira divina, sino una voluntad de Dios a la cual el ánimo se adecua. En el fanatismo, sin embargo, no se funda en el ánimo un sentimiento de temor reverente, sino de temor y miedo (angst) ante “el ser prepotente a cuya voluntad se ve sometido el hombre aterrorizado, sin, empero, venerarlo”. La religión, entonces, es conducente a un “buen modo de vivir”, según Kant, mientras que del fanatismo, como el que muestran los Fremen hacia el final de la saga, “no puede surgir otra cosa que el congraciamiento y la zalamería”, esto es, de sumisión y obediencia absoluta ante la voluntad del Paul. E. Kant, Crítica del Juicio, pp. 166-167.
  5. Kant usa la palabra “Gewalt” para describir la fuerza de la divinidad en tanto causa un sentimiento de terror en el fanático. En sus notas, Pablo Oyarzun la traduce como imperio “un poder que sobrepuja a otro que se le opone”. Es el poder que puede con todos los demás poderes, y contra el que no existe ningún poder más fuerte. E. Kant, Crítica del Juicio, p. 274.

Notas

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